ExposicionesLa huella y el color

La huella y el color

No es difícil adentrarse, desde el primer momento que se nos enseña, en la pintura de Manuel Barnuevo. Más que nada porque ante lo auténtico se respira limpiamente. Unos pasos antes de enfrentarnos con la magnificencia de la materia, nuestras huellas componen en el suelo, en la superficie despreciada, un caos de color que ha de interesarnos una vez detenida la mirada en la grandeza que se nos pone delante de los ojos. Nada hace suponer, sin abrir la puerta a la hermosa caverna, que nos encontraremos de bruces con el talento y el milagro. Ese Milagro Español que tan bien contara el maestro Ramón Gaya, a la hora de explicar el misterio creador.

Los alrededores del estudio del artista son beatíficos, frutales, luminosos de sol, embriagadores; dentro del alma que visito daremos con la esencia de la misma potencia pero aumentada con la pasión y el fuego que abrasa. Se sabe que el pintor es un ser solitario que cada día abraza su concepto espiritual del arte, que se encierra en sí mismo, para dar salida a bocanadas de pintura sobre una superficie de lino o algodón, en este caso; en libertad absoluta con la singladura natural que conduce su mano y su pincel, su huella; porque hay trazos de elementos carnales que han puesto sobre la superficie la necesidad vital de la expresión.

El pintor me ha preparado el teatro de mi visita; el orden de aparición de la obra, una a una, ante el asombrado iris de mis ojos, que ya empiezan a distinguir, con los años, las variedades de la templanza, del genio, del arte, en suma. Los cuadros se van desplegando en un abanico poderoso, con su gran formato, con su intensidad, a veces dramática, otras, dramatizada, por su propio autor que se acorrala a sí mismo para hacerlo más real, más verdadero con su interior que le arde.

Un día, parece ser explicado está en la pequeña historia, le llamé al artista “cardo rosa”; me acordaría, supongo, viendo sus hechos pictóricos, del poeta Rilke que murió a causa de una gentileza, al arrancar, pinchándose, una rosa para engalanar a una dama que lo visitaba. Valga la metáfora que entonces utilicé para resaltar la dulzura interna en guerra permanente con lo que parece, y no lo es nunca en su caso, vehemencia incontinente, naturaleza fiera y fuera de lugar.

Barnuevo me enseña, brioso y potente en su satisfacción ante lo realizado, la guerra habida, de noche y de día, sobre las sombras de la superficie pictórica; cada trozo de estas telas, es una batalla ganada al color y a la expresión lírica de un ánimo irrepetible. Una pelea, una lucha; cuando el artista se enfrenta a las verdades del arte, el asusto es de una claridad manifiesta, de una sabiduría fácil de encontrar en cada mancha de su lenguaje, de su oficio. Algo hay que advertir a los no avisados que se enfrenten con esta obra que guarda en sí misma mil secretos; otros tantos susurros y hallazgos del azar, que también se puso en juego, como están presentes en la creación, la memoria de algunos grandes nombres poco conocidos y que el actor, el pintor, ha soñado, quizá, en sus repetidos viajes de júbilo por Europa, la tremenda viveza del mejor expresionismo abstracto.

No se busque el estrés de la influencia, nunca fue Barnuevo tanto Barnuevo como aquí en lo que veo y trato de asumir en toda su importancia, porque sé que estoy ante un acontecimiento artístico; sé de mi privilegio. Es el gesto el que me está llamando sobre la maravillosa textura de la materia; sobre ella que ya es una fiesta,  el trazo de firmeza de una excusa figurativa, identifica al autor instalado en una solera de su propia investigación técnica. Hay concepto y criterio, alma y pureza en estas superficies pintadas con generosidad; con sensibilidad que juega a esconderse para dar otra apariencia más tosca, menos sublime, pero el pintor no nos engaña con sus trucos; no existen tales ante una realidad sentida. Trata Barnuevo de excusar el método y me habla de los viejos manuscritos sobre papiros o pergaminos, del mundo ancestral en los que, a veces, escaseaban los soportes, y era entonces cuando la escritura se rascaba y volvían a utilizarse los mismos continentes; del palimpsesto de las escrituras que se borraban para volver sobre las huellas y la mancha decadente; y esto sublima la intención de nuestro pintor contemporáneo.

Búsquese ternura, sutileza, fragancia de la materia lírica; acritud de color donde resulta necesario para revitalizar al resto de componentes. Le surge a Barnuevo el color de sus ansias guardadas; creo sentirlo llegar a enfrentarse con la obra como un Hércules, un Polifemo, un primitivo de leyenda capaz de devorar todo cuanto sale a su paso. Y luego, sin tardar, una coquetería que es una línea, una sombra inquietante, un espejo resultón que le descubre; un punto insignificante que de no existir la obra desvanecería incompleta. En una aparente algarabía, todo ha quedado medido con el metro que el alma envía a estos menesteres profundos de la expresividad, de la nostalgia. En cuanto a la materia el pintor es heredero, de los suyos, de los nuestros. En algunos roces me recuerda a Joaquín García, “Joaquín”, buscando en los huertos de “Manú” los excrementos de las palomas o las gallináceas, para dar así el color buscado para sus intenciones matéricas, tan irresistibles como innovadoras en aquellos los años 20.

Color generoso, vibrante, rico, golosina de una paleta sin descontrol en su limpieza. El pintor lo es de su tiempo, del siglo XXI que repite soluciones recién encontradas, las pendientes del  siglo XX, fondos y encuentros de épocas pretéritas. Podríamos caer en la tentación de llamarle moderno porque nos resulta eterno en su maravilla de propuesta vital. Resulta trascendente esa alquimia que ahorra el dibujo innecesario; dibujar con el color ha sido el objetivo de los grandes. Barnuevo, que podría ser un magnífico ilustrador, aquí renuncia a serlo poseído por el color que le acorrala; del que desconozco su procedencia, porque le nace en su temperamento; en el movimiento de sus manos que no se detienen.

Hay telas de diferentes tamaños; y alguna utilización del deshecho, de lo que nos pasa desapercibido. El modelo es imaginario, si acaso un fondo diverso al pie de un tronco de un limonero vecino que almacena restos variados y que el pintor hace, del desperdicio humano, la obra grande de un artista que fija su mirada en la pequeña gran cosa que nos rodea. Y hay papeles que son sutilmente tratados por la aventura pictórica de este artista vitalista, sabio y conceptualmente atemperado a sus emociones que le descubren como un enamorado de la mediterraneidad de su procedencia, sin caer nunca, en la brillantez del paisaje fácil.

Lo suyo es pura intuición, manifiesta preocupación por un momento solaz en el que suena una música cerca de él, que ha huido de todos y de todo para esconderse tras su obra. La que ahora, inquieto, nos enseña, aunque estoy tan seguro como él de la calidad de ella; porque ha sido trabajada con el ardor que da la necesidad perentoria de descargarse uno mismo sobre el soporte indómito; sobre la alfombra improvisada que aglutina huellas de todos los sátiros que nos llaman con sus melodías sonoras.

Es, os lo advierto, una ocasión memorable esta exposición de Manuel Barnuevo; creada en autenticidades, recreada en solitario; contra la corriente de la desgana, en primicia con el alma inquieta, con la gran extensión de su capacidad creadora. Nada fácil de ver si se va a lo cómodo, a repasar una mirada ligera. No. No se admite la prisa aquí, en la oferta de un artista que después de cuarenta o más años de oficio ha llegado a esta limitación del espacio, de la huella y el color. De su propia singularidad. Se trata, ni más ni menos, que de pintura; de aquella española que era caliente asombro de fríos espectadores del norte. Barnuevo es sur, en ocasiones desierto, oasis, navegación entre arenales y calidades; restregones asilvestrados y de certera factura; sublimes en el momento de quedar inmovilizados dentro de la coherencia general de la obra.

Una sorpresa encontrarme con este hombre de luz (está en el árbol genealógico de Francisco Salzillo) y salir a su paso para agradecerle la entrega y la pasión, el pundonor de pintar esta monumentalidad en tiempos precarios, raquíticos y miserables. Es entonces cuando el gigante se hace más grande, insoportable por la mediocridad, enaltecido por sus logros y belleza. Barnuevo sin renuncia ni reserva, tal cual siente el arte, sin acomodo fácil; sin caer en lo desatento. Admirable en su enjundia, en su fortaleza y en ese despliegue tierno que trata de disimular, sin conseguirlo.

Juan B. Sanz García

La Alberca, primavera 2015

PICTÓRICA

El cuadro avanza casi siempre sin guión, fijando manchas, signos…, a partir de elementos inconexos y prácticamente informes que parecen no pertenecernos. Sin embargo, estos elementos se transforman y van tomando sentido.

Aparecen nuevas posibilidades que creíamos inexistentes: Es la pintura. Su capacidad de comunicar, de generar emociones, de hacernos mover en la ambigüedad o casi en el ridículo y la soledad, la relacionan muy directamente con la vida. A pesar de todo, el resultado va filtrando todas las experiencias y seleccionando valores plásticos que nos conduzcan al milagro de la obtención del misterio. Es el objetivo. La producción de imágenes que nos lleven detrás del velo de lo sagrado, prohibido e inexplicable. Ya en el sigo XIX reclamó la condición de vidente para el artista.

En el trabajo del pintor se suelen mezclar -como es mi caso- elementos nuevos motivados por relecturas, viajes deseados, amor a la misma pintura y quien sabe cuanto más… Es por ello -quiero pensar- que aparecen símbolos, figuras oferentes, reminiscencias de paisaje y hasta olores y colores escondidos entre los recodos del camino y la memoria.

El tiempo, como sustancia intangible y enigmática siempre está presente. ¿Cómo no recordar aquella pequeña luz entre las sombras de Santa Sofía, el paisaje soñado o quizás visto por el Peloponeso, o aquella maternidad cicládica, antecedente clarificador de las vanguardias del pasado siglo?

Siempre perseguimos sorprendernos antes que a los demás. Nunca como objetivo ultimo, pero sí como necesidad de exponer la vida -tan cambiante- y nuestra empatía con ella. En términos creativos, casi nunca podemos controlar totalmente aquello que hacemos. Son fuerzas que nos sobrepasan. Sólo buscamos un deposito de luz. Tampoco demasiada, no vaya a cegarnos. Todo dosificado con sabidurías desconocidas. Ni claro ni espeso. Obvio sólo en parte, con elementos irracionales y cartesianos. Aire de misterio y espacios de claridad. Sal y pimienta en su medida. Al final hablamos de un “reino de los sueños” en el que manejar tantas variables nos produce felicidad y un desasosiego que nos vincula directamente con la existencia.

Manuel Barnuevo

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